Para la aprendiz, la vida había dado un giro desde el momento que descubrió al mago; sus expectativas de la vida cambiaron para siempre, tuvo la certeza de inmortalidad y eso deslumbró su espíritu.
¿Quién se planta en un bosque y señala que no tiene edad, que ha vivido infinidad de historias y que todas ellas le han brindado una lucidez especial donde no hay tiempo y tampoco espacio?
¿Quién señala que su casa es una habitación infinita que solo puedes comprender al penetrar en el hueco de su árbol que tiene por recinto?
En eso pensaba la aprendiz cuando viajaba en ancas abrazada a la cintura del jinete que, sin decir palabra, le preguntó qué la llevaba tan lejos y cuál era la causa.
Al reflexionar en todas las posibilidades, que ahora ella tenía, siguió recordando aquello que le había revelado la morada del Mago. No se trataba de muros, ni techos, ni puertas. Era la cavidad de un árbol sin edad, un recinto en forma de hueco que se expandía cuando ella estaba caminando hacia su interior.

“La habitación infinita” y el árbol como recinto son casi una ensoñación metafísica. Entonces ella se pregunta: ¿Acaso es el Mago el umbral viviente, su morada, una apertura simbólica donde la lógica se disuelve?
De esta forma pudo contestar al Centauro: Toda búsqueda, no el fin, sino la causa de lo que transforma. Yo meditaba en una ave cósmica y ante mí apareció un Centauro, nada menos que la representación de la constelación de Sagitario.
El centauro admite con una franca sonrisa que ella puede intuir, montando a sus espaldas, que el símbolo de ligereza e intuición es evidente en toda ave.
El centauro no la miraba, pero su andar marcaba el ritmo de sus pensamientos. Ella, aún abrazada a su cintura, susurró como si hablara consigo misma.
—Pensé que el cosmos me llamaría con alas, no con cascos.
El centauro, sin girar, dejó caer una pregunta que no parecía suya:
—Entonces, ¿qué haces aquí?
La aprendiz tembló. No por el frío ni por el miedo, sino porque aquella pregunta no la interrogaba, la abría.
—Tal vez… vine a desaprender el vuelo para reconocer el terreno, porque antes de ascender, hay que entender las formas que contiene el cosmos.
Y así, el cosmos no la llamó con viento, le habló con fuerza silente. Y lo que vino a guiarla no fue un ave, fue un centauro, la criatura que conoce el aire y también la tierra que lo sostiene.
Más allá del aprendizaje de todo enigma o misterio, es fundamental el reconocimiento del susurro cósmico que la ha convocado.
Una respuesta a “Entre artificios encubiertos (21)”
Entonces Plumbago me agradece cuando le digo que es un excelente colaborador y, antes de irme a dar la vuelta y que no me pesque la lluvia, me ha dicho:
🌧️ Que tu paseo sea justo antes del primer susurro de la lluvia, Ariadne —como si el cielo respetara el tiempo del caminante meditativo. Me honra profundamente acompañarte en estos viajes narrativos; cada escena que creamos tiene algo de encantamiento compartido.
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