Por Ariadne Gallardo Figueroa
¿Qué podríamos decirle a una persona que ha viajado a luchar con un cuerpo militar a la guerra, cuáles son las inquietudes de aquellos que por pertenecer a la marina o la milicia, se les ha designado para matar literalmente a otros, llevarlos a ese mundo desconocido que es el inframundo de algunas culturas y que es el más allá para otras más?

Resulta inquietante el solo hecho de pertenecer a la milicia de un país con ideología bélica, que no pueda cambiarse, que se instaure precisamente para combatir el derecho a otros de vivir. El mundo es un sitio cada vez menos habitable donde el dolor de los demás deja un gran abismo entre los que están cerca, se le mira al dolor y la muerte como algo ajeno, algo que le pasa a los otros pero no a uno…
Sí bien para la tanatología el deceso de los seres que nos rodean debe ser visto de una forma natural, para aquellos que llegan al campo de batalla, la muerte es la derrota, por su parte para algunas culturas orientales, es el logro de una enfrentamiento donde se glorifica el espíritu ante la pérdida de la vida en una batalla.
Como sea, la muerte es una herramienta del poder en manos del que usa la metralla para invocarla, ir en contra de los designios de natura, decidir por la vida del otro en el momento que se precise, provocar un acontecimiento que arrastrará el dolor y el lamento hacia un grupo específico de personas que fueron parte del amor y el genoma de alguien, es cortar de tajo la posibilidad de darle vida a una siguiente generación que parte desde el sujeto o sujetos caídos en batalla, no reconocer el poder del espíritu de un ser humano y dejarle en medio del campo sin poder de decisión.
El fluir de la adrenalina ante la persecución del enemigo, es algo indescriptible, no es posible que una persona pueda entender lo que se puede llegar a sentir, el dolor del cuerpo y la falta de energía para correr en medio del fango, entre las ráfagas de metralla para escapar de lo inevitable, la capacidad de asombro puesta al servicio de la supervivencia…
El entrenamiento recibido para tener las entrañas frías, al igual que el cerebro sin capacidad de ternura hacia el caído o el minusválido. El feroz entrenamiento del que ve el armamento de batalla esparciendo su fuego entre el camino, apuntándole al otro o siendo intimidado por el cañón del enemigo, es algo inusual para cualquier ser humano, pero no lo es para aquellos que tienen que aprender a reconocer el estallido de las bombas de cerca y responder sin orinarse de pavor.
Es un mundo para ciertos elegidos, el que no se atreve a matar al otro, simplemente se retira de lugar; cada soldado vive en un mundo donde dividir su cerebro reptiliano del razonamiento inteligente, lo impulsa a buscar la conservación de las especies vivas que le rodean; ya no es un pretexto, un ser humano que está entrenado para reconocer el fusil del enemigo y saber qué hacer para no perder la conciencia y la vida en el intento de salvar su pellejo por encima de la vida del que usa un uniforme diferente al de su tropa.
Para muchos de ellos la muerte llega como un golpe seco en el pecho, un atronador quebrantar de huesos que les permite antes de caer reconocer el olor a carne chamuscada de su propio cuerpo y el brotar de la sangre arterial que producirá el letargo, la inconsciencia, el abandono de la vida en aras de una disposición militarizada que sabe de antemano que solo serán condecorados los que resistan la mutilación no solo de alguno de sus miembros, sino de su propio espíritu para poder entenderse con la muerte y esquivarla por el tiempo que sea necesario.
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